La escuela: entre el cambio y la tradición
Inés Dussel
Myriam Southwell
Es común, cuando hablamos de las escuelas, señalar que hoy encontramos todo alterado, que lo que era conocido está hoy sensiblemente distinto, y que nuestras propias herramientas y respuestas frente a situaciones inéditas resultan ineficaces y hasta inútiles. Al mismo tiempo, y en contraste con lo anterior, también solemos describir muchas características de la escuela como viejas: decimos de ella que es una institución difícil de mover y modificar y hablamos de que va demorada en relación con los cambios que se producen en la sociedad. Estas dos perspectivas pueden dar la idea de contradicción y, sin embargo, hablan de situaciones que vemos todos los días.
El hecho de que las dos perspectivas anteriores se conjuguen, aunque sea de modo paradójico, forma parte de la lógica propia de la escuela. Es que la escuela tiene que ver, al mismo tiempo, con la transmisión de una herencia cultural a las nuevas generaciones, con conservar parte de la tradición, y con el sostenimiento de instituciones que necesitan parámetros más firmes y sólidos para funcionar. Y también tiene que ver con el cambio, con la formación de las nuevas generaciones para que puedan recrear más libremente esa herencia y hacerse un lugar propio y original. Pese a que lo viejo y lo nuevo siempre están en la escuela, durante mucho tiempo se tendió a pensar que la escuela era antes que nada un vínculo con el pasado, y que lo mejor que podía hacer era mantener en alto las banderas de la tradición, ciega al presente y al futuro.
En los últimos años, sin embargo, la cuestión del cambio se instaló en la agenda. Por un lado, las oleadas de reformas educativas pusieron a lo nuevo, a la novedad como valor absoluto. Por otro, hubo transformaciones profundas en la sociedad argentina: crisis económica y política, ampliación de la pobreza y la desigualdad, cambios culturales, nuevas tecnologías, a la par que creció la matrícula escolar. La escuela se convirtió en el espacio de inclusión social por excelencia en una sociedad más excluyente, y entraron sujetos con problemas y desafíos nuevos.
¿Cómo ubicarse, entonces, entre la tradición y el cambio? Ante ciertas modificaciones desestructuradoras, es tentador refugiarse en la nostalgia, o resistir todo lo nuevo. Pero seríamos injustos si no reconociéramos que la escuela ha cambiado, y que no todo es malo. Si recordáramos que nuestros padres o abuelos no podían ir a la escuela o fueron a instituciones donde el abanderado debía ser varón y las escoltas mujeres, o donde los castigaban; si tenemos presente que durante mucho tiempo se enseñó una historia que no incluía a los pueblos originarios, que se desplegó una concepción del conocimiento que no reconocía lugar para la revisión crítica, entre otros aspectos, no podemos decir que nada ha cambiado, o que estamos siempre en el mismo lugar.
Precisamente por el reconocimiento de lo fructífero de esos y otros cambios, es que hay que volver a poner la lente en los rasgos centrales de la escuela, y lograr que esa misma lente, grande y aguda nos habilite a mirarla en nuestro presente, con los cambios que ella requiere y que puede hacer. Por eso, hay que volver a decir que hay aspectos de la escuela que aún deben modificarse profundamente. Sería deseable que ella pudiera generar una relación más democrática con el conocimiento, con la norma, con la autoridad; valorar una relación con el mundo que autorice nuevas perspectivas y preguntas; y también que logre abrirse a los cambios que traen los individuos que forman parte de ella, sin hacer "seguidismo" acrítico y tampoco ponerse a la defensiva como si se tratara de una amenaza.
Entre cambios, viejos y nuevos problemas, la escuela sigue siendo un lugar con mucha valoración social, y con mucho para darle a la sociedad; apropiarse de la renovación y la preservación son también modos de seguir aportando a ello.
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